Posteado por: tradelbarcelona | mayo 26, 2015

La dura vida del traductor en tiempos de censura

censuraCuando se habla de censura durante el franquismo normalmente se suele pensar en el control sobre la prensa escrita y sobre los noticiarios oficiales que se retransmitían por radio y televisión. La figura del censor era la de un funcionario público que revisaba todos los materiales que se iban a publicar con el fin de que fueran afines al régimen dictatorial. Pero los grandes olvidados de esa época tan oscura para la libertad de expresión fueron los traductores, encargados de hacer llegar a España las obras que revolucionaban el continente y que aquí o estaban prohibidas o se veían recortadas hasta extremos ridículos para satisfacer el puritanismo y la represión ideológica impulsada por el franquismo. Así, los traductores debían empeñarse  a fondo en realizar traducciones lo suficientemente adecuadas para que pudieran pasar la censura y, a la vez, intentaban conservar la intención del original a traducir. Lo cierto es que esto no era tarea fácil y, la mayoría de las veces, los documentos y libros traducidos que veían la luz en las librerías españolas habían sido modificados por la mano censora del gobierno estatal

Son muchas las anécdotas que los traductores de esa época han publicado desde 1975, después de la muerte del dictador y tras la transición hacia un marco jurídico que defendía abiertamente la libertad de expresión, igualando el panorama español con el de buena parte de Europa occidental. Destaca el testimonio de la escritora y editora catalana Esther Tusquets (1936 – 2012) que, en su libro Confesiones de una editora poco mentirosa (RqueR, 2005), detalla lo difícil de convivir con la censura cuando se trataba de traducir obras internacionales. “Tal vez no fuera muy honesto ofrecer al público obras incompletas y alteradas, pero, de no hacerlo así, la mitad de la literatura que se publicaba en el mundo hubiera quedado inédita […]. Así pues, a menos que las supresiones fueran brutales, nos doblegábamos a la más o menos caprichosa decisión del censor de turno”, confiesa Tusquets en el libro. La autocensura, pues, fue una mala compañera de viaje para muchos traductores que antes de enviar los documentos a Madrid ya realizaban el trabajo del censor de forma casi inconsciente para procurar no poner en peligro la publicación de la obra. La única opción que tenían  los españoles para leer una buena traducción era acceder a las ediciones clandestinas que llegaban a España, sobre todo, desde México, país al que emigró una parte significativa de los exiliados de la Guerra Civil.

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