Este fin de semana lo pasé acompañada de unos amigos franceses que vinieron a Barcelona. A veces, que vengan viajeros a visitarte a tu propia ciudad, deshagan las maletas en tu casa y les des la llave de tu vida cotidiana es como meterte en sus maletas, subirte en un tren serpenteante y dejarte llevar por túneles y parajes desconocidos. Les muestras tu ciudad, les muestras tu casa, les muestras tu vida y de repente el espejo que les muestras te engulle con ellos dentro y viajáis unidos por los recovecos y paisajes cambiantes de Alicia. A partir de ahí, ya nada es lo mismo. Las casas se cambian de lugar, el cielo es más grande, más azul, se subrayan sonidos, los colores emergen y las voces corren, algunas trotan, otras se vuelven silencio, otras se transforman en idiomas nuevos.
Abrir tus puertas es dejar que la vida entre y que las cosas sucedan. Es como rendirse, confiar y dejar que la vida te sorprenda. En ese momento, las ventanas que se esconden tras cada muro opaco se multiplican. Por ejemplo, entrar en un lugar, que “haya cuatro gatos” y que en francés se traduzca por “il n’y a pas un chat”, provoca un choque de realidades: ¿Si para un español o catalán hay cuatro gatos y para un francés no hay ni un gato, cuántos gatos hay al final? ¿Tres? Porque en realidad no hay ninguno. ¿En qué realidad?
Uno de ellos, cuando bajábamos una de las torres de La Sagrada Familia, basílica iniciada en 1882 por Antoni Gaudí y todavía en construcción, me dijo que parecía que estuviera todo repleto de espejos. Y, en efecto, la sensación que uno tiene al subir, recorrer y descender la torre es desconcertante, pues consigue que el visitante pueda llegar a sentirse perdido y/o con vértigo, pues la única referencia o guía que tiene es seguir a los turistas que hay delante y detrás, que aún y así, a veces desaparecen y se encuentran un poco más adelante, debido a los pequeños balcones salientes y puentes comunicantes que estructuran, envuelven y conectan a la escalera de caracol que permite el descenso. Gaudí construyó las torres para conectar el cielo con la tierra. Subir en el ascensor en un segundo, sacar la cabeza por un ventanal de piedra y dar con el lago de la plaza Gaudí, que encaja perfectamente en el marco, o con los pájaros del árbol de la vida eterna, siempre verde, se asemeja a lo que algunos imaginan por llegar al cielo. Bajar una escalera de caracol interminable, sin aparente fin, respaldado por una cola interminable de personas que descienden, uno a uno, se asemeja a lo que otros imaginan por llegar al infierno, o simplemente, a la tierra.
Gaudí y su naturaleza acaracolada nos sumergió en una realidad que ramificaba los colores como las alas de una mariposa, nos deslumbraba y nos hacía juegos de luz por las esquinas siempre redondeabas que hacían de tobogán para los secretos y los símbolos sellados bajo piedras de cristal azucarado. Me pareció ver a Gaudí asomarse desde la cima de la torre, con su traje humilde y una piedra en el bolsillo, sonriendo a media tinta al observar nuestra cara de asombro, de vértigo, de pérdida, de vacilación; nuestra necesidad de prisa; nuestra agilidad con la cámara de fotos y el perfeccionamiento de los turistas japoneses en posar ante sus muros y columnas enarboladas. Me pareció escuchar su risa tácita. Escuchar sus pasos, jugando al escondite, jugando a ser un dios que nos gasta una broma, nos suelta en el laberinto para que nos perdamos mientras él observa y se eleva, se eleva, se eleva.
El genio logró su propósito: honrar a la naturaleza, a la estructura del cosmos, subrayar su inherente perfección, no alterar el tiempo, mantener el ritmo natural de las cosas, transmitir la virtud del “no tener prisa”. Paradójicamente, su Sagrada Familia sigue en construcción, pieza a pieza, detalle a detalle. Y eso incrementa en el visitante la sensación de caos y vulnerabilidad, características ancladas a lo natural y a la esencia del ser humano. Entrar en sus construcciones es sentirse protegido y desprotegido a la vez, así como sucede al tenderse en el campo a cielo abierto, bajo las estrellas. Gaudí podría ser ese hombrecillo con barba que hay en el cielo y se divierte al ser testigo de nuestras idas y venidas, de nuestros ascensos y descensos. Oda a la escalera de caracol, oda a Gaudí. Oda al perderse, oda al descubrir, oda al reformularse, oda a la desaparición y a la reaparición de los gatos. Oda al mes de mayo y a las puertas que se abren. Nos encontraremos en la punta de las torres que dibujan el skyline de Tradel Barcelona, Traductores Técnicos y Jurados.
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