Cuando termina el verano, lo que más me cuesta es separarme del mar. De la sensación física que se experimenta al estar sumergido en el medio acuoso. No hay nada semejante a dejarse tragar por el mar. A dejarse mecer por él. A rendirse ante él. Hacer el muerto en alta mar es uno de mis mayores placeres. Entrar en el mar es como entrar en el corazón del planeta. Es como regresar al origen del pulso vital, como acceder a los secretos más profundos de las olas. Entrar en el mar es llenarse de aire, así como entrar en la tierra puede convertirse en dejar de respirar.
Buceando a toda velocidad, al dar volteretas dentro del agua, al dejarse caer sobre el colchón húmedo, con los oídos dentro del agua, escuchando los sonidos del mundo sumergido, uno puede transformarse en pájaro, luego en caballo, luego en delfín, luego en pez espada, luego en medusa. Uno puede zambullirse boca abajo con la rapidez de un cormorán y viajar hasta lo más hondo, escuchar lenguajes indecibles, ver las luces de ahí arriba desde otro lugar. A veces, cuando abandono físicamente el mar, es como si abandonara mi casa, mi verdadero sostén terrestre.
Algo parecido nos pasa, como aquella viñeta de Mafalda, “apenas uno pone los pies en la tierra, se acaba la diversión”, cuando volvemos a pisar la ciudad, el ruido y la aceleración. Porque la tierra siempre es árida después del mar. Porque el suelo siempre es duro después de acariciar el aire y dejarse mecer por una naturaleza que se funde y entra en los rincones más oscuros de nuestro cuerpo. Y de nuestra alma, que perdida en mitad del océano, vuela y nada hasta saciarse de una plenitud salvaje difícil de recuperar fuera de los sueños.
Barcelona es una ciudad marítima en la que se suele vivir de espaldas a el mar. Es una presencia que queda lejos del acontecer cotidiano. Sus olas se siguen agitando vivas y vienen a romper a la orilla, de modo implacable, como un motor perenne, pero casi no atinamos a oírlas y, con frecuencia, las olvidamos.
Ayer por la noche, de vuelta a la tierra, tras unas vacaciones empapadas de sal y del rumor del oleaje, tomando un mojito con aspecto de pantano en una pizzería de la ciudad condal, levanté el vaso del mantel y apareció dibujado un corazón azul.
Allí estaba. El corazón del planeta. Mostrándome cómo respirar.
Desde Tradel Barcelona os deseamos una feliz rentrée.
Y si la cotidianidad os engulle, apagad todos los interruptores, todas las agendas, todos los objetos a los que estéis físicamente atados, todas las luces, todos los relojes, todos los motores; encontraréis el último sonido, el único que nos acuna y nos calma: el mar.
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By: El mar » Ari Ann | Wire on septiembre 2, 2014
at 11:10 am
Molt bonic,suggerent, estimulant i refrescant i amb un cert romanticisme. M’ha donat un cert enyor. És un goig llegir-lo. Joan Òdena
By: Joan Òdena de Mena on septiembre 10, 2014
at 3:54 pm